Il Grande Claudio

jueves, octubre 13, 2005

Palancas

Estos días ando francamente jodido, y no ya por el resfriado que lleva insinuándoseme casi una semana, sino más bien por un incidente estúpido que me aconteció hace dos días. Veréis, no soy yo una de esas personas que ponen gran empeño en morderse las uñas en ese extraño ritual diario de autofagia parcial, principalmente porque yo amo y mimo mis uñas e intento mantenerlas siempre con una redondez perfecta y una superficie pulida e impoluta. Aunque es cierto que una vez, hace bastante tiempo, tuve una temporada en la que empecé a morderme las uñas de la manera más estúpida: me acuerdo perfectamente de aquel día que descubrí en clase de naturales (8º de E.G.B.) que al hacerme la manicura casera me había olvidado de igualar la uña del dedo anular de la mano izquierda con sus compañeras de mano. Tal era (y es) mi obsesión en guardar la simetría dentro de mis manos que me mordisquee aquella oveja negra, aquel hijo descarriado, hasta que la igualé toscamente al resto. Y debí encontrar un cierto placer en ello, una perversa desviación de mi amor hacia mis protogarras queratinosas, a las que no dudaba en limar y cortar pero también castigar con el furor de mis mordiscos, como si éstos fuesen abrasivos besos paternales. Así que continué royéndome las uñas con cierta periodicidad hasta que llegó un día en que pudo comprender que esta relación de amor odio sólo podía llevarme a la autodesctrucción. Y así, de la noche a la mañana, dejé tajantemente de morderme las uñas.
Pero perdonad, que me voy por los cerros de Úbeda, sin embargo lo que quería contaros hoy tiene relación con las uñas. El otro día, por culpa de unos calcetines gordotes y unos zapatos relativamente nuevos, se me clavo en la carne la uña del dedo gordo del pie derecho... creo que en el castellano más granado este desgraciado suceso se llama "uñero". Una cosa muy desafortunada y terriblemente dolorosa, al llegar a casa me quité el calzado y comprobé como uña y piel se confundían bajo una gruesa capa de sangre coagulada; empero, lo que me agurdaba tras una higienización somera con agua jabonosa no era más agradable a la vista: la dura esquina queratinosa de mi uña se clavaba varios milímetros en el dedo y mi preciado humor carmesí se había filtrado debajo de la primera por capilaridad. Algo grotesco de ver y peor de sentir, pero hice de tripas corazón y estiré hasta sentir que se aliviaba el dolor.

Pensé que ahí acababa todo, que el tiempo sanaría la sangrante herida, pero obviamente me equivocaba. Nada más meterme en la cama y sentir el roce de las sábanas una punzada de dolor laceró mi pierna de abajo a arriba, como si unas mini-hienas hambrientas me estuviesen arrancando el dedo a dentelladas. Intenté ponerme en mil posturas, pero era imposible: al más mínimo roce de cualquier superficie, por etérea que fuese, con mi herida uña sentía un indescriptible tormento que no me dejó conciliar el sueño hasta las tres y media de la noche. Fue entonces cuando volví a armarme de valor y de inconsciencia para arreglar el problema; rocié de cloretilo (cloroetano, por si a alguien le interesa) la zona afectada y, aprovechando el adormecimiento de las terminaciones nerviosas que acompaña a esta aplicación, levanté la uña haciendo palanca con una lima de ídems para eliminar progresivamente toda arista que sobresaliese de la curva imaginaria de mi dedo.
Ya os avisaré cuando vuelva a tener todas mis uñas, es un tema que me preocupa.

"En la selva hay que cuidar de los pies (Teniente Dan)", y también en la urbana, añado yo.

Escrito por Il Grande Claudio a las 1:19 a. m.


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